En la invasión de Afganistán por parte de Estados Unidos, justo después del atentado de las Torres Gemelas, se bombardeó su capital, Kabul, incluidos los alrededores del Banco Central. A pesar de perder el control, los talibanes no se resignaban a dejar allí el tesoro más valioso de Afganistán: oro procedente de la época de Alejandro Magno y las colonias griegas de Asia, custodiado en una cámara acorazada del Banco Central.
Aquel 12 de noviembre de 2001, un grupo de mulás talibanes intentaron llevarse el tesoro. En la mejor tradición de las historias de espionaje, uno de los empleados les aseguró que se habían hecho siete llaves de esa cámara y se habían entregado a siete personas que vivían en diferentes lugares del mundo. Para poder abrir la caja de seguridad, antes había que reunirlas a todas. Los bombardeos enemigos aumentaban, pero ellos no estaban dispuestos a irse sin el que consideraban su oro. Estaban firmemente dispuestos a volar la puerta del Banco Central de Kabul, aunque con esta acción destruyeran uno de los tesoros arqueológicos más antiguos y valiosos del mundo.
Origen de la leyenda del oro de Afganistán
La leyenda del oro de Afganistán nació en el Londres victoriano. Una noche de 1867, durante una cena entre compañeros, un numismático comentó que ese mismo día un mendigo de Asia Central le había hablado de una antigua moneda de oro de gran tamaño: más de 6 centímetros de diámetro y un peso de 169 gramos. El coleccionista de monedas no hizo demasiado caso, puesto que ningún rey de la antigüedad había acuñado moneda con el tamaño que el mendigo decía, y pronto abandonaron el tema. Todos, excepto un numismático francés que después de la cena
localizó al indigente en un destartalado apartamento londinense y pudo ver la moneda de la que se había hablado durante la cena. Pidió más detalles sobre la increíble pieza, y el mendigo le contó que la encontraron entre siete personas. Cinco habían fallecido, y los dos supervivientes decidieron lanzarla al aire para decidir quién de los dos viajaría hasta Europa para venderla a buen precio. El coleccionista francés ofreció por ella mil libras, pero mantendría su oferta sólo durante veinte minutos. A punto de cumplir el plazo, el mendigo aceptó. Recogió sus mil libras y entregó la moneda, una magnífica pieza espléndidamente acuñada, al experto francés.
La moneda de oro más grande de la antigüedad
Esta pieza, la moneda de oro más grande de la antigüedad, se manufacturó en la época de Eucrátides, rey de Bactriana, en el siglo II a.C., que conquistó Aracosia (actual Pakistán), perdió luego sus conquistas frente a los partos, y fue asesinado por su propio hijo. Como muchas dinastías reinantes en Asia en la época, la de Eucrátides era de ascendencia griega, fruto de la expansión helénica en los tiempos de Alejandro Magno (356-323 a.C.).
El Imperio de Alejandro Magno
La civilización griega había coincidido en la historia con el Imperio persa, indiscutible primera potencia mundial hasta Alejandro. Durante siglos, alternados con épocas de coexistencia e influencia mutua, había habido enfrentamientos entre griegos y persas, en los que pese a ser éstos el pez grande no se habían podido comer al chico; con Alejandro, un griego tardío y periférico, pues era de Macedonia, se invirtieron los papeles. Partiendo del reino de Macedonia, el padre de Alejandro, Filipo, se había apoderado de Grecia, provocando que el joven príncipe se quejara porque su padre no le iba a dejar «nada que conquistar». El objetivo natural de las ansias imperiales de Alejandro no podía ser otro que el Imperio persa. Con este objetivo atravesó el Helesponto, que separa Asia de Europa, en el año 334 y en una serie de campañas se apoderó del Mediterráneo Oriental, incluido Egipto, conquistó en menos de cinco años el inmenso Imperio persa, se internó en el corazón de Asia y llegó en 326 hasta el río Indo, en la India.
Un Afganistán fértil y rico
En el camino de Alejandro estaba una provincia persa llamada Bactria o Bactriana, correspondiente al actual Afganistán, en la época un país muy diferente del actual, fértil y rico. El país se encontraba en medio de la secular ruta comercial entre China y el Mediterráneo, lo que luego se llamaría la Ruta de la Seda, por lo que siempre circularon por su territorio riquezas y objetos artísticos y afluyeron a él metales preciosos producidos por las regiones de alrededor.
La venganza de Alejandro
Dicen que lo primero que vio allí Alejandro fueron cadáveres humanos dejados para que los devorasen los animales como advertencia para los intrusos. Gobernaba Bactria el sátrapa persa Beso, miembro de la familia real aqueménida, que había participado en Gaugamela, la última batalla de Darío contra Alejandro, mandando la caballería bactriana. Luego había emprendido la huida junto al Gran Rey de los persas, pero no le tenía lealtad, sino que urdió un complot para asesinarlo y suplantarlo. Los hombres de Alejandro encontraron a su gran enemigo Darío abandonado en un carro, agonizante y con el cuerpo lleno de heridas de lanza. Antes de morir, le envió su agradecimiento y un apretón de manos a Alejandro, que se sintió obligado a vengar a tan noble adversario.
La caída de Artajerjes
Beso mientras tanto se había cubierto con la tiara, es decir, se había proclamado Gran Rey de los persas adoptando el ya histórico nombre de Artajerjes. Alejandro entró a sangre y fuego en su satrapía, y Beso no tuvo más remedio que huir, atravesando el río Oxus (hoy Amu Daria) y refugiándose en Sogdiana, país centroasiático correspondiente a la actual Uzbekistán. Allí fue apresado por dos señores locales, Epitámenes y Datafernes, que para congraciarse con el imparable conquistador le entregaron su prisionero. Alejandro fue terrible en el castigo al traidor Beso, pues según cuenta Plutarco «lo descuartizó: doblaron hasta juntar dos árboles enhiestos, le ataron a cada uno los miembros y luego, al soltar los dos árboles, como se enderezaron con fuerza, cada uno se quedó con los miembros que estaban atados a él».
Kabul: la antigua Alejandría Aracosia
El sueño de Alejandro de conquistar todo el mundo conocido. No era un conquistador vulgar que saquea y asuela, como era corriente en tiempos antiguos, sino que pretendía construir un estado universal regido por la cultura que él consideraba superior, la helénica, aunque incorporando a las otras civilizaciones. Hizo que diez mil de sus soldados se casaran con muchachas persas, para sentar las bases demográficas del nuevo pueblo y construyó febrilmente ciudades por todas partes donde estuvo, dando el nombre de Alejandría a decenas de éstas. La misma Kabul, la capital de Afganistán, fue fundada por él con el nombre de Alejandría de Aracosia.
La próspera cultura grecobactriana
Precisamente la región de Bactriana tiene el sobrenombre de «tierra de las mil ciudades». El factor cultural fue fundamental para el enriquecimiento de la región, y de la mezcla entre los invasores y las tradiciones locales nació la cultura grecobactriana.
La prosperidad material se hacía evidente en unas ciudades que atraían el oro y la plata de los alrededores transformándolos en monedas, joyas y obras de arte. En esta época de esplendor se acuñaron las monedas bactrianas que llevaban grabado el rostro de los generales y reyezuelos de la región, así que a través de éstas se puede saber quién gobernó en cada territorio.
Avance de las tribus nómadas del norte: el tesoro escondido
Tras la muerte de Alejandro, su imperio se fragmentó entre sus generales, los diadocos. Después de una agitada historia de anexiones y separaciones con gobernantes de distinta procedencia pero de común ascendencia helénica, el reino helenístico de Bactriana cayó en el año 135 a.C., cuando los grecobactrianos no pudieron contener a las tribus nómadas del norte. Los griegos, pensando que quizá algún día pudieran regresar a sus antiguas tierras y recuperar su modo de vida, enterraron sus tesoros de metales preciosos. Nunca volvieron, y las monedas de oro y las joyas quedaron bajo tierra.
El fin de la Bactriana
Mientras, Bactriana era disputada por varias tribus que tomaban el poder con la misma rapidez que lo perdían en favor de otra tribu rival hasta que llegaron los kushan hacia el año 80 de nuestra era. Los kushan eran el resultado de una alianza de cinco poderosas tribus de Asia Central, creada con el propósito de apoderarse de Bactriana. Lo lograron, saqueando todo lo que encontraron a su paso, especialmente oro y joyas con las que les gustaba adornarse. Mataron a los descendientes de los griegos que oponían alguna resistencia y camparon a sus anchas por la región durante un siglo.
La desaparición de la cultura grecobactriana
No sólo se llevaron el patrimonio que los reyes griegos habían reunido durante años, sino que también desapareció la cultura bactriana y los restos documentales y arqueológicos que atestiguaban su existencia, que se convirtieron en leyenda con el tiempo. En el año 241 de nuestra era también desaparecieron los kushan, llevándose con ellos los secretos de los griegos en Afganistán, hasta que en 1867 apareció en Londres la misteriosa moneda antigua.
Las legendarias 'mil ciudades' de Bactriana
Tras este episodio numismático surgió un creciente interés por aquellas regiones asiáticas prácticamente desconocidas en Europa. Los arqueólogos comenzaron a preguntarse por las legendarias «mil ciudades» de Bactriana, y en 1922 se organizó la primera excavación a cargo del prestigioso arqueólogo francés Alfred Fucher. Su reto personal no era la caza de tesoros, sino encontrar los vestigios del reino griego en Asia, y para ello comenzó en los lugares más obvios, como la ciudad de Bal, antigua capital de Bactriana. Sin embargo, no encontró nada, ya que los restos estaban sepultados por capas y capas de construcciones posteriores. Fucher continuó excavando en otros puntos de Afganistán y, al final, tuvo que regresar a Francia sin haber hallado una sola muestra de la cultura grecobactriana, a la que empezó a llamar «espejismo grecobactriano».
Un descubrimiento inédito y casual
Algunos años después comenzaron a salir los primeros indicios a la luz. En Kunduz, al norte del país, un grupo de guardias fronterizos descubrieron fortuitamente un depósito lleno de monedas de plata que tuvieron que entregar al Museo de Kabul, donde fueron analizadas por un grupo de expertos mundiales. Para Frank Holt, profesor de historia en la Universidad de Houston y autor del libro 'En la tierra de los huesos: Alejandro Magno en Afganistán', «esto es la prueba de dos cosas: la riqueza que alcanzó Bactriana y el gran caos que obligó a los griegos a huir al sur abandonando sus bienes». Aún tendrían que pasar quince años hasta el siguiente descubrimiento que revelara algo más sobre esta civilización perdida. Y, como suele ocurrir, fue fruto del azar.
El rey de Afganistán, Mohamed Zahir Shah, solía cazar en Kunduz, en los alrededores del río Oxus, hoy llamado Amu Daria. Cerca del pueblo de Ai Janum tropezó con un objeto extraño: un triángulo gigante bajo el suelo. A pocos centímetros de la superficie estaba el contorno de una ciudad entera. El monarca informó enseguida a una misión arqueológica francesa que se encontraba en el país. El doctor Paul Bérnard quiso investigar personalmente el hallazgo del rey afgano y se desplazó a Ai Janum poco después, en 1961.
Una ciudad griega en Afganistán
En cuanto vio los restos supo que se trataba de una ciudad griega y, además, extraordinariamente grande. Se puso de inmediato manos a la obra para llevar a cabo la ingente tarea de tamizar con todo cuidado y precisión dos mil años de suelo. Finalmente logró sacar a la luz una ciudad rodeada de murallas de 10 metros de altura y 7 de grosor, con un enorme palacio en el centro dotado de habitaciones reales, salas de audiencia, gimnasio, palestra y una sala del tesoro. También se excavó un teatro con capacidad para cinco mil personas, el mayor teatro griego que existía al este del Mediterráneo.
Pero cuando Bérnard y su equipo realizaron la excavación entre 1964 y 1978, ya no quedaba rastro alguno del oro y las joyas bactrianos. A pesar de no haber hallado el legendario tesoro, demostraron la existencia de un riquísimo reino griego en Afganistán y encontraron valiosos testimonios de cómo era la vida en las provincias helénicas. El oro bactriano acabó por ser hallado en unas circunstancias muy diferentes de las de la excavación de Bérnard.
Excavación de Shibargan
El rey Zahir Shah gobernó prósperamente entre 1933 y 1973, hasta que fue depuesto por su hermano el príncipe Dahud. A partir de esta fecha los comunistas comenzaron a hacerse fuertes en el país. Sin embargo no contaban con el apoyo de toda la población; muchos caudillos se propusieron hacerles frente y buscaron financiar su lucha a base de saquear tesoros nacionales. El arqueólogo soviético Victor Sarianidi aprovechó la situación y se fue a trabajar a una excavación ya iniciada por soviéticos y afganos en el norte del país, zona poco frecuentada por los occidentales debido a la peligrosidad del viaje.
Emplazamiento clave del Imperio Kushan
Allí, cerca de la pequeña localidad de Shibargan estaba Yemshi Tepe, una gran ciudad que los kushan heredaron de los griegos, por lo que había restos tanto de una como de la otra civilización. Según avanzaba la investigación, los arqueólogos se dieron cuenta de que se trataba de un emplazamiento clave en la organización del Imperio kushan. Como ocurrió anteriormente en Ai Janum, apareció también un gran palacio; éste estaba rodeado de edificios que ocupaban una superficie de unas veinte hectáreas —entre ellos un cementerio—, así como de altas murallas formando un anillo impenetrable de unos seiscientos metros de diámetro. El palacio se hallaba sobre una elevación del terreno y podía verse desde todas las direcciones, de lo que se deducía que Yemshi Tepe era una capital.
Victor Sarianidi y los demás del equipo comenzaron a trabajar sobre restos medievales en busca de los reyes kushan. En una colina llamada Tilya Tepe —que significa la colina dorada—, encontraron unos alentadores fragmentos de cerámica pintada. Ahondando en sus excavaciones dieron con lo que parecían las ruinas de un templo, donde había numerosas piezas de hierro angulares que resultaron ser parte del ensamblaje de ataúdes. En ese momento comenzó a llover y los trabajos tuvieron que suspenderse hasta que escampara. Además de la lluvia, los señores de la guerra afganos vigilaban estrechamente al grupo.
El descubrimiento del tesoro
El 15 de noviembre, cuando reanudaron las excavaciones, uno de los trabajadores distinguió una pieza brillante en su pala. Había encontrado una cámara funeraria y los restos de una mujer cubierta de oro de los pies a la cabeza y rodeada de una variada colección de objetos que representaban las grandes culturas de su época. Llevaba un espejo de bronce de la dinastía china Jan, una moneda del Imperio parto, una moneda de oro del emperador Tiberio de Roma, un colgante de la diosa griega Atenea y una peineta de marfil india. Los kushan no reparaban en gastos a la hora de honrar a sus muertos: vestían sus mejores ropas, salpicadas de oro con frecuencia, y enterraban muy rápidamente los cadáveres por la noche, de forma que a la mañana siguiente nadie supiera dónde estaban, para proteger así las tumbas de los saqueadores.
La colina dorada
Abrumado ante su sensacional descubrimiento, Sarianidi viajó con algunas piezas a Kabul para compartir su hallazgo y buscar consejo de otros arqueólogos. Uno de los presentes era Paul Bérnard, que había estado buscando sin éxito durante diez años lo que Sarianidi había encontrado en uno. Pero el gran tesoro no quedaba reducido a una tumba, puesto que la zona resultó ser un emplazamiento funerario en el que llegaron a excavarse seis enterramientos, uno de los mayores yacimientos arqueológicos de objetos de oro jamás encontrados. Los mismos afganos llegaban a Tilya Tepe en cualquier medio de transporte para ver la «colina dorada», y la prensa comparó el descubrimiento con el de la tumba de Tuntakhamón. Quienes creían que éste era el oro que mató a Alejandro, pensaron ahora que se había vuelto a destapar la maldición.
Tensión en Afganistán
Maldito o no, lo cierto es que Afganistán se encontraba en el año 1978 en uno de sus momentos políticos más tensos, y esta situación de inestabilidad afectó profundamente al curso de las excavaciones de Sarianidi. El gobierno filosoviético encontró una fuerte resistencia en los grupos islamistas, y pronto los muyahidines iniciaron una sangrienta guerra contra lo que consideraban un gobierno extranjero. Estados Unidos vio la oportunidad de abrir un frente contra la URSS y financió a los grupos islamistas.
Durante la guerra se saqueó gran parte de los yacimientos arqueológicos. Sarianidi cuenta cómo un día llegaron los muyahidines hasta su excavación y «comenzaron a pisotear las vallas que la protegían sin que nadie pudiera hacer nada, hasta que decidimos poner guardas armados para proteger a los trabajadores». De todos modos, la ingente cantidad de oro que se estaba encontrando hacía muy difícil confiar en el equipo, y los arqueólogos tenían que regresar cada noche y dejar señales estratégicamente colocadas para comprobar que nadie robaba mientras ellos dormían.
Las últimas excavaciones
El equipo trabajaba a marchas forzadas y fue apareciendo gran parte de los enterramientos: cinco mujeres, un varón y una séptima tumba que no dio tiempo a excavar. Todos estaban orientados en la misma dirección y albergaban una ingente cantidad de oro. Era una inquietante similitud, que revelaba que prácticamente toda la realeza kunshan murió al mismo tiempo por alguna causa desconocida. Uno de los cráneos se envió a Moscú, donde la antropóloga Nadezhda Dubova lo reconstruyó y averiguó que se trataba de una mujer de entre 35 y 40 años. Los hallazgos eran impresionantes; sin embargo el equipo del que Sarianidi formaba parte sólo pudo trabajar dos meses más. «Cada día nos preguntábamos —cuenta— si acabarían atacando el lugar o cuándo llegaría la guerra a Shibargan, la localidad más cercana a la excavación.» Además, se habían quedado sin fondos y sus visados estaban a punto de caducar. Desde la colina veían las nubes de polvo que levantaban los muyahidines al acercarse; los extranjeros, especialmente soviéticos, corrían el riesgo de ser secuestrados o asesinados.
El descubrimiento de la septima tumba
Tenían que trabajar a marchas forzadas, y en esas adversas circunstancias descubrieron la séptima tumba. Pero no hubo tiempo para acabar su trabajo: Sarianidi la abandonó parcialmente desenterrada y el equipo, formado tanto por afganos como por soviéticos, salió huyendo con todo lo que pudo. La excavación se quedó desprotegida y con parte del tesoro bajo tierra, ya que según cree Sarianidi había por lo menos diez tumbas. Fueron escoltados hasta el Museo de Kabul y allí pasaron dos semanas contando y catalogando las 20.600 piezas de oro día y noche. Era una colección de una espléndida variedad y calidad que contenía piezas de diversas épocas y culturas. Junto con su valor económico, servían también para reconstruir la historia de una cultura nómada de la que se tenía escasa información.
La invasión soviética de Afganistán
En 1979, Sarianidi y su equipo decidieron esperar a la primavera siguiente para reanudar la excavación, pero ese año marcó el inicio de veintitrés años de guerra en Afganistán. La Unión Soviética había entrado en el país la última semana de diciembre amparándose en su derecho a intervenir en cualquier país del mundo bajo gobierno comunista para librarlo de las fuerzas contrarrevolucionarias. Entre otros motivos, el presidente Breznev pretendía impedir que el islam llegase hasta Asia Central. Los soldados de la URSS tomaron en poco tiempo las principales ciudades afganas, pero no tenían control sobre las zonas rurales, donde los caudillos habían decidido unirse frente a los soviéticos.
El historiador Frank Holt encuentra ciertas semejanzas entre la campaña de Alejandro y la invasión soviética. «En ambos casos, ejércitos modernos y sofisticados, diseñados para librar grandes batallas, se enfrentaron a grupos insurgentes dirigidos por señores de la guerra y caudillos tribales», explica. En cuanto a clima y terreno, las condiciones de lucha también eran parecidas. La diferencia está en que Alejandro triunfó donde los soviéticos fracasarían. La URSS no logró, en efecto, controlar Afganistán, pese a que mantuvo allí un ejército de 115.000 hombres y empleó un potente arsenal, especialmente el arma aérea, que provocó gran número de víctimas, aunque la cifra de un millón de muertos que aireó la propaganda norteamericana quizá fuera exagerada. Lo que sí está comprobado es que más de un tercio de la población, cinco millones sobre catorce, abandonó su tierra huyendo de la guerra y se refugió en los países vecinos. Por parte soviética murieron 15.000 soldados.
Saqueos para financiar la guerra
Los muyahidines buscaban todos los posibles medios para financiar la guerra y aprovecharon las zonas que no se habían excavado para buscar oro del que poder beneficiarse. Mientras se luchaba en Afganistán, hay fotografías de las casas de subastas Sotheby’s y Christie’s que muestran monedas y objetos que sólo podían pertenecer al yacimiento de Tilya Tepe. Además de esta fuente de ingresos, una serie de países como Estados Unidos, Arabia Saudí, Pakistán y China decidieron que Afganistán era un escenario perfecto para atacar a la Unión Soviética y empezaron a canalizar su ayuda a través de Pakistán.
La retirada soviética de Afganistán
En 1986, cuando los muyahidines empezaron a recibir misiles tierra-aire Stinger de fabricación estadounidense, cambió el curso de la contienda. En un país extenso y con pocas carreteras, los helicópteros eran imprescindibles para transportar soldados y víveres, pero ahora, gracias a los misiles, los muyahidines podían derribar las aeronaves soviéticas, y éstas perderían el control de los cielos. Los insurgentes estaban comenzando a ganar la guerra y las bajas entre las filas rusas eran cada vez más numerosas, hasta que en 1989 Mijaíl Gorbachov tomó la decisión de retirarse de Afganistán. Muchos afganos creyeron entonces que los soviéticos se habían llevado el oro bactriano. Sin embargo, el oro del Museo de Kabul había sobrevivido milagrosamente a la guerra afganosoviética.
Pocos años después de la retirada soviética siguió el colapso del gobierno afgano comunista, y el poder fue objeto de disputa entre los señores de la guerra, jefes de grupos poco homogéneos de etnias y tendencias religiosas distintas que abocaron nuevamente al país a otro enfrentamiento. En 1992, la guerra civil entre las distintas facciones islamistas estaba prácticamente declarada y se preparaba el ataque a la capital, Kabul.
El museo de Kabul: un lugar poco seguro
Afganistán no es un lugar seguro para custodiar restos arqueológicos de ningún tipo. El mismo Museo Nacional de Afganistán, al sudoeste de Kabul, fue utilizado como base de operaciones por diversas facciones rebeldes y cada señor de la guerra que estuvo a cargo del museo aprovechó para saquearlo. De allí salían monedas bactrianas y figuras de Buda constantemente, como si cualquiera pudiera llevarse lo que le gustara, y se rumoreaba que se vendían a casas de subastas o en el mercado negro a cambio de armas. Se llegó a un punto en el que cualquier objeto de interés histórico podía desaparecer y, con él, una parte de la cultura y la historia afganas.
El oro bactriano a buen recaudo
Nayibulá, el todavía presidente comunista, sabía lo que estaba ocurriendo y conocía bien a las guerrillas islamistas y las motivaciones económicas que las empujaban a la lucha, por lo que decidió poner a buen recaudo el oro bactriano. Nayibulá era un laico que respetaba la religión predominante en Afganistán, pero deseaba preservar los bienes culturales del país. Sabedor de la inminente destrucción del Museo Nacional de Kabul, ocultó en secreto 90 millones de dólares en lingotes de oro junto con el oro bactriano.
El lugar elegido fue la cámara de seguridad del Banco Central de Afganistán, un búnker subterráneo al que se llegaba a través de tres ascensores. La cámara fue construida por una empresa alemana, a instancias del rey Nadir Shah, en los años treinta. Era una auténtica obra maestra de la ingeniería civil. El presidente Nayibulá convocó a siete personas de confianza como testigos del momento en el que se guardaba el mayor tesoro afgano jamás encontrado. El oro se repartió en siete baúles sellados que se escondieron en la cámara secreta de una cripta impenetrable. La cripta estaba protegida por una puerta de acero con siete cerraduras. A cada uno de los asistentes se le entregó una llave, y después se dispersaron, algunos por el extranjero. Nadie sabía quiénes eran; de otro modo los muyahidines podían encontrar a sus padres o sus hijos e intercambiarlos por el oro. Por fin el tesoro bactriano parecía estar a salvo.
La llegada de los talibanes
Pero otro fenómeno explosivo aparecería en el ya de por sí inestable escenario político afgano: el ascenso de los talibanes y la implantación en el país de la red al-Qaida. En 1995 comenzó una destrucción y un expolio masivos del patrimonio histórico-artístico afgano sólo comprensible desde las posturas extremistas de los talibanes. En los seminarios del mulá Omar, que acabaría siendo su líder, se estudiaba el islam, pero también la yijad —o guerra santa contra los infieles—, llevada al límite: para ellos infiel era todo el que no seguía su misma corriente teológica. En nombre de la religión obligaron a las mujeres a llevar un burka cubriéndolas por completo hasta los pies, y a los hombres, a dejarse barba sin afeitarse jamás, e incluso llegaron a prohibir a los niños volar cometas por considerarlo una ofensa a Alá. Respecto al arte, prohibían la representación de toda figura humana basándose en una interpretación errónea y tajante del Corán, a la que añadían una política de eliminación de todo resto preislámico. El 26 de febrero de 2001 se llegó al extremo de que el mulá Omar dictó un decreto por el que todas las estatuas e ídolos del país debían ser destruidos por ser dioses de los infieles.
El oro bactriano en el punto de mira de los talibanes
El oro bactriano también se encontraba en el punto de mira de los talibanes, de modo que en septiembre de 1996 apresaron al ex presidente Mohamed Nayibulá y a su hermano, sacándolos a rastras de una base de Naciones Unidas en Kabul. A pesar de las torturas, Nayibulá no reveló dónde se encontraba el oro ni quién tenía las llaves de la cripta del Banco Central. El ex presidente fue torturado, castrado y colgado de la torre de control de tráfico en el centro de Kabul, junto con su hermano. A pesar de todo, logró llevarse el secreto del oro a la tumba.
Pero los talibanes no cejaban en su empeño de encontrar el fabuloso tesoro bactriano, y guiados por los rumores de la existencia de una cámara secreta llena de lingotes de oro, irrumpieron un día en el Banco Central con sus fusiles AK-47. Se llevaron bolsas de moneda extranjera y, con amenazas, lograron que Mustafá, el jefe de divisas y responsable de la cámara secreta durante más de treinta y cinco años, los llevara hasta ella después de obligarlo a desconectar el sistema de seguridad. Mustafá se negó a dar ninguna información y, mientras los talibanes se marchaban, introdujo una llave en su cerradura y la rompió dentro de ella haciendo palanca, de modo que la cerradura se quedó bloqueada con la mitad de la llave dentro. Nadie se percató de este movimiento. Su negativa a revelarles el secreto de la cámara acorazada le valió a Mustafá tres meses de cárcel y torturas.
Destrozo talibán en el museo de Kabul
El oro bactriano había vuelto a sobrevivir, pero no así el resto del patrimonio artístico del país. En marzo de 2001 se destrozaron tres mil estatuas del Museo de Kabul con las miras puestas en el mercado del arte. El procedimiento que seguían los talibanes era el siguiente: escogían un objeto, lo sacaban del museo y después destruían los objetos similares con el propósito de conseguir el precio más alto posible en el mercado negro. El mayor daño se lo llevarían los Budas de Bamiyán, unas espectaculares estatuas gigantescas de piedra de más de mil seiscientos años de antigüedad. En un ataque sin precedentes, los talibanes utilizaron toneladas de dinamita para volar salvajemente las estatuas budistas y arrasar las pinturas que había alrededor. El objetivo de al-Qaida y los talibanes era hacer olvidar a los afganos su larga historia como uno de los primeros centros de civilización del mundo y borrar su identidad, su cultura y la posibilidad de conocer algo más sobre el pasado de Afganistán en el futuro.
Por aquel entonces la comunidad arqueológica mundial, falta de información concreta y veraz sobre los restos de Tilya Tepe, comenzó a temer lo peor. Corrían rumores de que el oro estaba siendo trasladado de un sitio a otro, pero nadie era capaz de probarlo.
Ataque contra el banco central
Después del anterior fracaso, los talibanes emprendieron un nuevo ataque contra el Banco Central en el intento de hacerse con todo el oro guardado. Esta vez un helicóptero armado sobrevolaba el banco y, con un plano en la mano, colocaron el aparato justo encima de la cámara de seguridad y lanzaron varios cohetes con la intención de romper el techo de la cámara. Volvieron a fracasar en el banco, pero a cambio requisaron los sofisticados detectores de minas enviados por la comunidad internacional con el fin de desactivar los cinco millones de minas enterradas en Afganistán, y los utilizaron para localizar monedas de oro, plata y cualquier cosa que se pudiera vender. Así, el yacimiento arqueológico de Ai Janum se encontró jalonado de excavaciones ilegales. Parte de la antigua ciudad enterrada no sobrevivió a los bombardeos, y se robaron muchas de sus grandes columnas, algunas de las cuales se han visto decorando cafeterías. Con estos precedentes, muchos arqueólogos e historiadores, tanto extranjeros como afganos, creían que los talibanes habían fundido el antiguo oro bactriano para comprar armas.
La invasión de los Estados Unidos
Entonces llegó el 11 de septiembre de 2001. El ataque a Estados Unidos promovido por el jefe de al-Qaida, Osama Bin Laden, puso en el punto de mira al régimen talibán. Estados Unidos exigió la entrega de todos los líderes de al-Qaida que se ocultaron en Afganistán, sin posibilidad de negociación ni discusión. El 7 de octubre de 2001 comenzaron los primeros bombardeos norteamericanos contra las bases de al-Qaida en suelo afgano. Estados Unidos y sus pequeñas unidades de ataque provistas de armamento guiado por láser, luchando junto a la afgana Alianza del Norte, empezaron a vencer a los talibanes y a desalojarlos del poder.
Nuevo asalto al Banco Central de Kabul
A pesar de las sucesivas derrotas, los talibanes prepararon su tercer asalto al Banco Central de Kabul y volvieron a buscar al responsable de la cámara de seguridad, Mustafa, quien pudo huir de su casa antes de que los talibanes lo apresaran. Al final entraron por la fuerza en el Banco Central exigiendo que les abrieran la cámara de seguridad. Un empleado les informó que para abrir la puerta se necesitaban siete llaves que estaban en poder de otras tantas personas, todas ellas repartidas por el mundo. En un primer momento, los talibanes se apropiaron de trece millones de dólares y dieciocho mil millones en moneda nacional.
Sin embargo, buscaban el oro desesperadamente. Después arrastraron a dos empleados hasta la puerta de la cámara. Uno de ellos estuvo a punto de morir apaleado por no poder abrir la puerta. Los talibanes no se resignaban a no encontrar la fórmula de conseguir tan deseado tesoro. Probaron con todas las llaves que tenían los empleados, pero fue en vano; palancas, martillos y sopletes tampoco dieron mejores resultados. A las seis horas de intentarlo optaron por volar la cámara con dinamita. Cuando ya habían dado la orden de apretar el detonador, uno de los empleados les gritó que se detuvieran. La cámara había sido diseñada de forma que si alguien intentaba volarla, todo el edificio del Banco Central se derrumbaría encima, no sólo matando a quienes estuvieran allí, sino destruyendo todo su contenido. Acorralados fuera del banco por las fuerzas norteamericanas, los talibanes tuvieron que huir con su dinero en metálico, sin saber lo cerca que habían estado del oro bactriano.
La puerta de las siete llaves
El 12 de noviembre de 2001 se derrocó el régimen talibán y se instauró un gobierno interino para estabilizar el país, encabezado por el presidente Hamid Karzai. El nuevo gobierno hizo un recuento de los activos del país en su intento de reconstruir la nación. Unos meses más tarde, el 28 de agosto de 2002, el nuevo presidente Karzai y los siete dignatarios en posesión de las siete llaves bajaron hasta la cámara más protegida de Afganistán. Un cerrajero extrajo el trozo de llave que el responsable de la cámara, Mustafa, había dejado en una de las cerraduras durante la primera incursión de los talibanes en el banco. La puerta de la cámara se abrió con sus siete llaves.
Después de treinta años de guerra ininterrumpida, nadie creía que aún pudiera existir allí algo de valor. Su sorpresa fue mayúscula cuando encontraron los noventa millones de dólares en lingotes de oro. Sin embargo, no había ni rastro del tesoro de Tilya Tepe. Una inspección posterior reveló la existencia de otra cámara oculta, más pequeña. Allí es donde el presidente Nayibulá —acusado en su día de haberlo vendido a los rusos—, había escondido el tesoro en 1989.
Milagrosamente, el rico legado de los griegos y los nómadas kushan había sobrevivido a la guerra y a la inestabilidad política más extremas, y con él también pervive la fascinante historia de estas tierras que hoy conocemos con el nombre de Afganistán.
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