Escrito por Javier Navarrete
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Hay pocas fiestas más entrañables que la de los Reyes Magos, esa facha del 6 de enero en la que los niños de costumbre católica dejan los zapatos preparados para que los mágicos monarcas depositen en ellos sus regalos con nocturnidad y sigilo.
Se conmemora así la tradicional llegada a Belén, desde lejanas tierras de Oriente, de los consabidos reyes Melchor, Gaspar y Baltasar, que acudieron siguiendo la guía de una estrella para adorar al recién nacido rey de los judíos, y agasajarlo con sus ofrendas de oro incienso y mirra. Pero , ¿de verdad eran reyes?
Qué quiere decir que eran magos? ¿De dónde venían? ¿Cuántos eran y cómo se llamaban en realidad? Dónde está el nacido rey de los judíos? La verdad es que son poquísimos los datos que se tienen de estos regios personajes. La primera referencia aparece en el Evangelio de Mateo, el único autor de los llamados sinópticos que los cita, ya que los otros dos, Marcos y Lucas, ni siquiera los mencionan. El texto dice así:
“Unos magos vinieron de Oriente a Jerusalén, preguntando: ‘¿Dónde está el nacido rey de los judíos? Porque vimos en Oriente su estrella y hemos venido con el fin de adorarle”. El rey Herodes, al que iba dirigida la pregunta, los encaminó hacia Belén, rogándoles que se informaran bien sobre ese recién nacido para darle posterior detalle del asunto. En el ejemplar del Nuevo Testamento que consulto, versión del padre José Miguel Pelisco s.j. editada en Madrid en 1953, una nota a pie de texto aclara con indignación: ‘El hipócrita pretendía conocer el paradero de Jesús para degollarle”. Así orientados, y guiados siempre por la estrella, los magos llegaron a Belén y adoraron al Niño, ofreciéndole los ya conocidos presentes...
Parece increible, pero este escueto texto de Mateo, redactado en torno al año 50 d. de C.—y en el que aparecen por primera vez la figura de los Magos—, es todo lo que hay para sostener la gran historia de los mismos. Y, como hemos visto, el evangelista nada dice de que sean reyes, ni de que sean tres, ni de cuáles eran sus nombres. De la iconografía hoy habitual para recrear la Adoración de los Reyes Magos, en Mateo solo aparece su condición de magos, la estrella, el lejano y nebuloso Oriente como punto de partida de su via y los consabidos regalos de oro, incienso y mirra. Y ya está. Todo lo demás que hoy damos por cierto sobre estos enigmáticos personajes —y que escenificamos pacientemente cada Navidad en nuestro doméstico Portal de Belén con monarcas a caballo, pajes de vistosos atuendos y camellos cargados de presentes—, es una elaboración literaria posterior, acuñada en textos apócrifos y en tradiciones culturales muy dispares. Una leyenda que se va tejiendo con enorme éxito, sobre todo entre los siglos IV y IX, mezclando creencias mazdeístas, mitraicas, gnósticas, judaicas y cristianas, plasmada en textos como el Protoevangelio de Santiago, el Evangelio de Pseudo Mateo, el Evangelio árabe de la infancia, el Libro de la Caverna de los Tesoros y muchos otros. Una historia a la que la Iglesia romana nunca ha dado cobijo entre sus libros canónicos.